El profesor de la Universidad de Murcia, José Belmonte Serrano, nos adentra en la última exposición que Emilio Pascual presenta en Madrid, en el Aula de Cultura de CajaMurcia, en calle Cedaceros, 11, hasta el 11 de octubre
Por José Belmonte Serrano – Universidad de Murcia
En uno de los libros más conocidos y celebrados de Alexandre Dumas, El Conde de Montecristo, la joven Eugenia, un alma libre que desea vivir a su aire, sin ataduras, tiene el arrojo de enfrentarse a su padre, el señor Danglars, quien decide concertar su matrimonio a pesar de la oposición de su hija. Eugenia, perdidas casi todas sus esperanzas, se defiende esgrimiendo las siguientes palabras: “No sería artista si no tuviese ilusiones”.
Las obras de Emiliio Pascual, de ésta y otras muchas exposiciones que adornan su ya dilatado currículum, parten de una declarada y visible ilusión personal por ofrecer a un público sabio y exigente el resultado de un producto bien acabado, repleto de sentido, polimórfico y polisémico, henchido, sobre todo, de emotividad. Porque esa es, precisamente, la palabra que más veces se repite cuando el artista habla de su propia obra, cuando enjuicia su propia labor y busca el vocablo exacto que la defina.
Nada que ver su pintura con el impresionismo de la inigualable prosa de su paisano Azorín, al que tanto admira. Y, sin embargo, comparte unos cuantos secretos con el maestro del 98. Emilio Pascual sabe, como pocos, ponerle título a sus cuadros. Títulos repletos de poesía y ternura, misteriosos y evocadores, como “Luz última”, “Más allá”. Pero lo que más le interesa destacar es todo lo relacionado con el paso del tiempo (“Noviembre”, “Se va el día”, “A las seis”). La fugacidad del instante, lo inaprensible de ese tiempo que ni para ni tropieza; ese laborar secreto, concienzudo, lejos de las algaradas, del ruido de la calle, de las modas pasajeras y de los cantos de sirena, así como esos paisajes de abstracta melancolía, como los califica Villar Torres, son, por completo, del gusto azoriniano. Amor con amor se paga.
Aún suenan los ecos de una reciente obra, controvertida y polémica, de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. En ella el escritor peruano denunciaba la moderna supremacía de las imágenes sobre las ideas, cuyo futuro destino, presume, es el regreso a las catacumbas. Y denunciaba, asimismo, el papel relevante de lo superficial, de lo efímero, de aquello que está hecho para ser consumido y desaparecer para siempre, ante nuestra actitud pasiva y nuestro escaso o nulo esfuerzo intelectual. “En nuestro días –apostillaba finalmente el autor de La ciudad y los perros– lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la pose y el escándalo”.
En medio de este desierto sin límites, de esta ordinariez sin freno, se erige el deseo de la eterna frescura y de la constante renovación. La firme voluntad de un artista serio y comprometido que apela a la emoción y a los sentimientos tratando de poner orden al caos ofreciéndonos una bien perfilada sintaxis en la que se encierran las claves con las que explorar el vacío que acucia a nuestros corazones. Emilio Pascual es el señor de los silencios. El artista solitario que deviene en solidario. El pintor genuino y puro, consciente de que el mensaje no existe hasta que no es desmenuzado e interpretado por un receptor que aguarda
Sus creaciones fluyen repletas de gracia, de dinamismo, de ligereza que, en ningún caso, es sinónimo de improvisación.