Por Alfonso Hernández Cutillas
La vespertina procesión, con más de mil tiradores con sus respectivos cargadores, sigue un itinerario fijo, que quedó diseñado por el cura Obispo Antonio Ibáñez Galianao en 1868.
Desde aquel ya lejano año, la procesión de la Virgen no ha cambiado su recorrido. En esta tarde los arcabuces retumban, con especial potencia, por las calles neoclásicas de la ciudad. Al llegar a la Plaza de San Cayetano, tienen lugar los tradicionales y populares “castillicos”, –embeleso de mayores y pequeños–iluminado el cielo yeclano de palmeras de vistosos colores y detonaciones, rindiéndole así honores a la Patrona.
La ascensión por la calle de San Francisco con el Mayordomo “jugando” la Bandera, el incesante atronar de los arcabuces y la entrada triunfal de la Virgen en la Basílica, hacen de este acto un acontecimiento de verdadera exaltación y devoción. Es el momento culminante de la procesión. El humo de los recios arcabuces crea un ambiente embriagador. El cielo retumba y se ilumina de un rojo incandescente.
La densa niebla del humo de la arcabucería envuelve por momentos la singular belleza de la Arciprestal Basílica. Son instantes apoteósicos. Cuando la Patrona llega a la confluencia de las calles de San José y San Francisco, el Mayordomo se coloca en el centro de la calle, y frente a ella, juega la Bandera hasta la extenuación. La gente le anima, le alienta, le aplaude y le arropa. Entre el tronar de los arcabuces se oyen las palmas del paje dando ánimo y aliento al Mayordomo. La Virgen del Castillo asciende sobre su hermosa y artística carroza, construida por las sabias manos del artista y artesano yeclano Pedro Ortega. Elegante y majestuoso trono que salió a la calle por primera vez en la procesión del 8 de diciembre de 1989.