Cuando veía a mi madre con sus amigas me entraba mala conciencia porque, al contrario que yo, siempre estaban con ella a todas horas
El día que enterramos a mi padre hace 18 años la soledad se encargó de sepultar en vida a mi madre. Nunca caemos en la cuenta de que, en el mismo momento en que nuestros padres cierran los ojos, nuestras madres se quedan más solas que la una. Y mi madre no fue una excepción. Conozco a amigos de toda la vida a cuyas mujeres no he visto jamás, pero mis padres iban juntos a todas partes.
Mi madre era de esa generación de esposas que decía que las mujeres tienen que acompañar siempre a sus maridos, vayan donde vayan y estén con quien estén. Y mi madre no se movió nunca del lado de mi padre hasta que la muerte los separó. Juntos hasta que la muerte os separe. Estaban tan unidos que mi madre pasó mucho tiempo sin salir ni a la puerta de la calle, sin ganas de ver a nadie, ni de mirarse en el espejo, triste y deshecha, incapaz de reponerse de la pérdida de su inseparable Ramiro. No había manera de alegrarle la cara o sacarla de su casa. Hasta que un día aparecieron sus amigas y todo cambió. Mi madre poco a poco volvió a ser la que era. Regresó a sus misas y retomó sus ocupaciones como voluntaria de su parroquia y de la Corte de Honor. Volvió a visitar a familiares y amigos, a relacionarse con el vecindario, a sus desayunos y aperitivos, a sus meriendas con todas las amigas que acudieron a rescatarla y con las que medio había perdido el contacto hacía años, cuando se casaron y cada una se refugió en su vida.
En la época de mis padres la vida de los matrimonios consistía en atender la casa, los hijos y el trabajo durante 24 horas al día, todos los días del año. Las amigas de mi madre la rescataron del pozo de la soledad que conlleva el luto y mi madre volvió a sonreír, a trajinar de un lado a otro, a irse de francachela… Gracias a sus amigas (y en el caso de mi madre, también gracias a su inseparable, queridísima y entrañable hermana Pilar, la del tío Corbalán), recobró las ganas de vivir, de volver a viajar a todos los destinos que desearon conocer en su juventud y nunca tuvieron ocasión. “Eran otros tiempos en los que no estaba bien visto que las mujeres se fueran solas de viaje”. Recuerdo que cuando veía a mi madre con sus amigas me entraba mala conciencia porque, al contrario que yo, las amigas de mi madre estaban siempre con ella, a todas horas.
La muerte de los padres nos pilla a los hijos enfrascados en sacar adelante a nuestras familias. Cuántas veces se nos ha hecho cuesta arriba o imposible acudir junto a nuestra madre cuando nos han llamado porque nuestras obligaciones, compromisos y horarios nos lo han impedido. Y aún así cuando al final hemos ido a verla nuestra madre nos han recibido con su mejor sonrisa sin echarnos nunca en cara nuestras reiteradas ausencias. Yo, siempre que iba a ver a mi madre, me despedía de ella diciéndole “¡adiós guapa!”. Y ella también siempre me respondía “¡adiós precioso!” (Ya se sabe que el amor de una madre es ciego). Pues eso, ¡adiós guapa! Gracias por tanto. Seguimos en contacto.