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martes, 25 marzo, 2025
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CRÓNICAS YECLANAS: Pan, vino y azúcar con aranceles

Antonio M. Quintanilla

Se nota que al espantajo del presidente americano nunca le dejaron probar en su infancia vino con agua ni de joven jamás bebió un buen trago de calimocho

Alos más jóvenes les ha sonado siempre a disparate una de las meriendas más populares de nuestros tiempos mozos: el pan con vino y azúcar. Una receta que no puedo resistir echarme de nuevo a la boca cada vez que me la reencuentro en algún restaurante, aunque hoy figura en la carta de los postres y un poco más sofisticada. Nuestras meriendas tenían poca ciencia: Los panes y las rosquillas más duras y secas, para merendar pan, vino y azúcar o para comer migas con uvas. Y el pan del día, para que lo echáramos a la panza con onzas de chocolate, embutido, mantequilla, queso, sobrasada o atún con chorreras de aceite. Con aquella mezcolanza tan rica y típica a base de pan, vino y azúcar nuestros padres mataban dos pájaros de un tiro: saciaban sobradamente nuestra hambre tripera de media tarde y a la vez aprovechaban el pan duro y reseco que sobraba en vez de tirarlo a la basura como tenemos hoy por pésima costumbre.

Algunos mal pensados siguen manteniendo que si los padres tenían intención de salir una noche con los amigos a echarse un baile, escanciaban sobre el pan una dosis de vino un poco más generosa para garantizarse el placentero sueño de sus hijos. Una vieja artimaña que de seguir hoy vigente acabaría con los progenitores entre rejas por maltrato infantil. Eran otros tiempos. También por entonces era una costumbre extendida permitir que los ñacos bebiéramos un poco de vino mezclado con agua, siempre, por supuesto, bajo la mirada vigilante de los padres por si nos pasábamos de la raya ejercitando el virtuoso arte de beber a gallete del porrón. Muchos recuerdos de nuestra infancia están ligados a las garrafas con las que los padres nos mandaban a las bodegas para que las rellenaran con vino a granel porque en todas las casas se bebía vino a diario en las comidas y cenas.

Después, con la gaseosa y el agua de litines, y sobre todo con el invento del calimocho, aquella tradición se acrecentó entre nuestros lúdicos hábitos adolescentes hasta que por fin obtuvimos la preceptiva autorización para dejar de beber vino a escondidas. ¿Y a cuento de qué viene este cuento que hoy les cuento? Pues les costará creerlo, pero estas añoranzas gastronómico vinateras me han venido a la cabeza escuchando la última ocurrencia del cabeza de chorlito del presidente americano que, como decía mi abuela, Dios guarde muy pronto en su gloria, de gravar con un arancel del 200% el vino que llega a los USA desde nuestra tierra. Cómo se nota que el gran jefe yanqui está traumatizado porque nunca en su niñez le dieron de merendar pan, vino y azúcar, ni le dejaron beber vino con agua o con gaseosa, ni calimocho. Más pinta tiene cada vez que abre la boca de haberse hinchado a coca-cola con agua de litines pues, como todo el mundo sabe, el bicarbonato de sodio cuando se consume en exceso provoca fuertes e incontenibles diarreas, mentales en el caso que nos ocupa, y de ahí el mal cuerpo y peor cabeza que tiene siempre ese espantajo de hombre. Mejor será tomarlo a broma por el momento. Vivimos en un mundo en el que cada mañana nos preguntamos si vale la pena o no que nos levantemos.

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