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sábado, 23 noviembre, 2024
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CRÓNICAS YECLANAS- Antonio M. Quintanilla- «Los que no vivimos ninguna guerra»

Antes de que empezara todo decían de nosotros que éramos la primera generación en muchos años que no había vivido una guerra ni las consecuencias de una posguerra. Y de nuestros hijos decían que serían los primeros en muchas décadas que vivirían peor que sus padres. Y en estas estábamos cuando apareció la pandemia, la alerta sanitaria y el confinamiento, que según mi madre nos va a venir muy bien, dentro de la desgracia que tenemos encima, para que apreciemos tantas cosas a las que nunca hemos valorado pero que los abuelos han sabido apreciar siempre porque ellos crecieron entre «sangre, sudor y lágrimas».

«¿De qué comíais en aquellos tiempos de  hambruna?», le suelo preguntar a mi madre cuando sale el tema. «¡Pues de lo que venden en la plaza, hijo, de lo que venden en la plaza! ¿De qué otra cosa nos íbamos a mantener en pie?», me contesta siempre con ese tono de voz con el que responden las madres como queriendo decir «¡A ver si te enteras de una vez». Y es que mi madre, como todas las madres, como todas las abuelas de los que estamos a punto de dejar atrás los cincuenta,  nació muy pocos años antes de la guerra civil por lo que la posguerra le pilló siendo muy niña y, a su vez, sus padres, mis bisabuelos, habían padecido la miseria que siguió a la primera guerra mundial y luego sufrieron en propia carne las consecuencias de antes, durante y después del 36, y continuaron pasando mil penurias con el desastre de la segunda gran guerra. Imposible nacer con peor suerte.

(Primer punto y aparte, pero no se aparte mucho que continuamos). Hablando de los enfrentamientos bélicos de mayor magnitud tengo que reconocer que, si no lo consulto, no sabría decir de memoria los países que se enfrentaron a muerte en un bando y en el otro. No somos ni de lejos un entendido en hazañas bélicas ni mucho menos en Historia Universal. Pero no hace falta ser muy avispado para saber con exactitud que ningún enemigo a puesto en pie de guerra a todo el planeta de norte a sur y de este a oeste. Salvo la Antártida, donde escuché hace días que por ahora se encuentran a salvo del mortífero coronavirus.

Es decir, a todos nos han llamado a alistarnos en esta primera gran guerra mundial porque ha movilizado a todos los países, aunque desgraciadamente cada uno esté haciendo la guerra por su cuenta. Una experiencia que según los padres y los abuelos nos hacía mucha falta vivir para apreciar la zona de confort en la que nacimos aunque siempre quejándonos sin ninguna razón como mocosos o niñatos consentidos. Solo apreciamos lo que tenemos, lo que hemos conseguido, cuando se nos ha escapado de las manos o cuando, peor aún, lo hemos dejado perder por desconocimiento o por torpeza. (Segundo punto y aparte y hagan sitio que nos vamos).

Dicen que de todas las crisis se sale fortalecido a pesar de las heridas que nos ocasionan y que quizás nos dejen mutilados para siempre. Pero me van a disculpar mi acento desesperanzado porque tengo para mí que en esta ocasión saldremos de esta para volver a las andadas. Nuestra vida depende tanto de ‘la cosa económica’ que volveremos a andar por la misma senda equivocada. Todos los discursos de buenos propósitos y mejores intenciones para el futuro que escuchamos estos días, de pleno entendimiento, de izar únicamente la insignia de una sociedad civil con los mismos problemas y anhelos, etecé, etecé, pasarán a la Historia en el mismo momento en que pase también esta primera gran guerra mundial que ojalá nunca hubiéramos vivido. No sé porqué, no sé, pero me da a mí esa impresión.

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