El que Juan Eduardo Cirlot denominara esencialismo volumétrico al referirse a Brancusi y a sus volúmenes puros, esenciales, cerrados y precisos, bien podría definir la obra, sobre todo la más reciente realizada con la madera como soporte, de José Ponte. Intelectualmente ajeno tanto a la complacencia de lo simplemente trascripto como a los patetismos de la exacerbación expresionista, que dieran carta de naturaleza a tantos justamente reconocidos escultores pero que mal se compadece con las exigencias estéticas de nuestra contemporaneidad tan mediatizadas por las preferencias de la industria cultural, José Ponte, evidentemente determinado por sus personales experiencias anteriores en el territorio de la abstracción geométrica y de la sintaxis constructivista, va a hacerse dueño de una dicción, sintetizadora y de notable simplicidad estructural, en la que esas atribuciones de esencialidad y precisión van a sobreponerse a cualquier frenesí expresivo, bien que la objetividad racionalista sea sustantivamente alterada por impulsiones de subjetividad que humanizan esa racionalidad…
El propósito de extraer de la masa cilíndrica el que Boccioni llamó infinito plástico interior y en consecuencia instrumentalizando sus componentes generadores ocultos, nuclearizará su actitud estética cuando es la madera, tersa y porosa, la materia de que se vale.
Así, lo que en los hierros es afilamiento y elasticidad, truncamiento y torsión, evidencia y rigidez, ritmo y precisión, enroscamiento y negación de los matices de las sombras y de los claroscuros, en madera compacta es recogimiento envolvente y reposo, potencialidad, búsqueda del tacto y de la caricia.
Rechazando toda reminiscencia de fórmulas expresivas que condujeron a la fosilización de la forma o a su desmembración, va a poner en juego una estética no discursiva, ni descriptiva, ni aleatoria, que le llevará al rechazo de todo lo accesorio, a la desnudez elemental.
Ni muecas, ni gratuitas adherencias de elementos más o menos valorables como simbólicos, sino aligeramientos de materia y recuperación de la energía originaria y poderosa de que esa materia es portadora, van a ser la sustentación de unas unidades de insoslayable corporeidad física que, en los grandes formatos, adoptarán apariencias arquitecturales notablemente sugeridoras.
Sin reminiscencia alguna de la vieja estatuaria, aunque pulimentos equilibrados y precisos puedan evocarla, sobre todo en pequeños formatos en los que conjuga igual rigurosidad, precisión y contundencia que las que definen como totémicos a los grandes tamaños.
Alabearnientos y helicoidales desarrollos de las superficies aerizan la opacidad de esas poderosas arquitecturas que, más que obstáculos que interrumpen la linealidad del espacio que las envuelve, colaboran a que se convierta ese espacio en receptor de acogimientos y desasosiegos que nacen del conflicto entre la razón y la fantasía.
Walter Gropius sentaría a José Ponte a su mano derecha, junto a Gabo y a Pevsner y a Ródchenko y a Moholí Nagy y a Calder y a Boccioni, lo pondría a dialogar de monumentalidades con Gargallo, de geometrías latentes con Picasso, de desarticulaciones con Archipenko, de vaciamientos con Brancusi, incluso llamaría a su lado a Julio González, a Pablo Serrano, a Ángel Ferrant, a Baltasar Lobo, a Alberto Sánchez, a Jorge Oteiza ¿a cuantos más, precursores, apóstoles, propagadores, predecesores, mensajeros, llamó para que le ayudaran a tapar los ojos a José Ponte y que no viera los horrores que guardan los sótanos de los museos, los que adornan las plazas y ordenan la circulación en las rotondas de las carreteras?
(*) Antonio Leyva es miembro de la Asociación Española e Internacional de Críticos de Arte.
2014-06-11 20:07:00