Ramón Puche Díaz (Filólogo y empresario)
Históricamente el modo de convivencia de la sociedad ha ido evolucionando en todos los campos para convertirnos en una sociedad cada vez más “civilizada”. Pero existe todavía un asunto muy grave que nos azota: el problema de la discriminación. Es una enfermedad que nunca deja de molestarnos y de las más crueles que existen, por no decir la peor de todas. Hay muchos tipos de discriminación como la xenofobia, el racismo, la ideológica, la homofobia, por motivos religiosos, etc… Pero hay un tipo de discriminación que es probablemente la primera que debería erradicarse por estar tan incrustada en la convivencia de todos los ciudadanos: el sexismo, la discriminación de la mujer por ser mujer.
Las personas que excluyen son los que enfrentan a hombres y mujeres, a blancos y negros, los que se meten contra los extranjeros, contra los homosexuales, contra personas con discapacidad, y también contra los que no ven el mundo de su misma manera. En definitiva los discriminadores son los enemigos de la igualdad, los que se creen superiores y con el derecho y la fuerza suficiente para someter a los que consideran débiles, inferiores o distintos, llegando incluso al ejercicio del acoso y de la violencia.
La igualdad no es algo conseguido sino que es una aspiración que hay que tener como objetivo común. Por supuesto que ser iguales no significa llevar la misma ropa, tener el mismo corte de pelo o escuchar la misma música, no. La igualdad es poder tener acceso al trabajo, a una educación, aspirar a una comodidad económica por ti mismo e independientemente de tu sexo y disfrutar al fin y al cabo de las mismas oportunidades que cualquiera, teniendo de ese modo libertad para aprovechar libremente esas oportunidades.
Todos somos diferentes y por eso la sociedad es muy rica, por la diversidad que existe. Precisamente ahí en ese punto de la diferenciación es donde hay que hacer todo el trabajo, el trabajo de la tolerancia; ser tolerante con la forma de pensar del otro no es sólo admitir su postura sino intentar conocerla y comprenderla, aunque sea de distinta opinión que la propia. Y aquí en la lucha contra la discriminación desempeña una función muy importante otra palabra: la empatía. El significado de esta palabra es la capacidad que tiene un individuo para sentir el dolor o el sufrimiento de los demás poniéndose en su lugar, teniendo conciencia del daño. Con la empatía se solucionarían casi todos los casos de discriminación, incluida aquella de la que la mujer es objeto.
La mujer históricamente y exclusivamente por su condición sexual ha estado relegada a un segundo plano. Sólo hace falta repasar un poco la historia para ver qué papel ha desempeñado en ella. Hasta hace muy poco y en países en los que ya había democracia ni tan siquiera podía ir a votar. En España, en el siglo XX, aunque parezca imposible, una mujer no podía tener una cuenta bancaria si no contaba con el consentimiento de su padre o su esposo. Incluso en un deporte “intelectual” como el ajedrez no se le permitía participar en campeonatos mundiales, llegando al extremo de que uno de los campeones más importantes del ajedrez, Garry Kasparov despreció a Judit Polgar sólo por ser una mujer que se atrevía a jugar al ajedrez. Por cierto, esta chica, ya en el siglo XXI con sólo 26 años, derrotó por primera vez a este campeón mundial que la había ninguneado.
A los que discriminan siempre les gusta poner nombres y etiquetas a las personas, de ese modo se diferencian y no se igualan en la descripción. Por eso, por encima de las etiquetas, de los malos y los buenos, de los limpios y los sucios, de las mujeres y de los hombres, de los homosexuales y heterosexuales, están los seres humanos. Porque lo que importa realmente es qué dicen las personas y no quién las dice. Todos somos seres humanos y nos tenemos que tratar como tales. Nadie tiene derecho sobre el derecho de nadie.
Mary Astell (1688-1731), probablemente la primera mujer que dejó constancia históricamente de la marginación sexista, escribió en medio de la Ilustración que si la soberanía absoluta no era necesaria en un Estado no entendía por qué sí lo era en una familia, y añadió que: “Si todos los Hombres nacen libres, ¿cómo es que las Mujeres nacen esclavas?”.
Un día alguien leerá esta cita y no sabrá a qué se refería esta mujer; ese día, el ser humano habrá vuelto a evolucionar y estará inmerso, a buen seguro, en la consecución de otro logro en la mejora de la convivencia social.