En la actualidad la incertidumbre es algo común, la sociedad ha cambiado, y lejos queda la estabilidad, la certeza y lo que ello representa de seguridad y permanencia. La sociedad actual nos propone una modernidad líquida, en la que todo está en movimiento. Lo laboral en la mayoría de los casos es cambiante, y no te garantiza un sostén. La seguridad que te proporcionaba un contrato indefinido forma parte ya del pasado, pues incluso eso puede terminar en cualquier momento. Las relaciones también son cambiantes, preferimos no aferrarnos a las cosas demasiado, eso nos permite poder estar en movimiento, pero sin apegarnos a nada del todo.
Las condiciones precarias de vida tampoco dan pie a poder permanecer en un lugar y vincularte a él de forma definitiva, la dificultad de apropiarse de una vivienda tiene mucho que ver con esto. Y es una realidad que los jóvenes se encuentran con muchas dificultades para poder arraigarse en un lugar, y sentir que eso que ha construido es seguro y duradero. De ahí que aparezcan nuevas formas de malestar entre los jóvenes.
La angustia se presenta hoy más al desnudo que nunca. La percepción del hombre moderno es que no hay garantías, nada está garantizado, todo es incierto, y eso genera angustia y malestar. Hay una relación directa entre el no saber y la angustia. A más incertidumbre, más angustia, si a eso le sumamos la precariedad, vemos que el sujeto moderno es un sujeto abocado a la angustia. Los trabajos son precarios y los lazos sociales también, por lo que las coyunturas que dan lugar a la angustia se multiplican.
El capitalismo y la sociedad moderna nos llevan hacia el lobo de Wall Street como un ideal al que aferrarnos. Un hombre competidor, individualista y multimillonario, con una angustia que va paliando a través del consumo y los excesos. El hombre moderno está solo, sin otra causa que sí mismo. Angustias ligadas al fracaso, pero también al éxito y a la necesidad de mantenerlo.
Angustias que en contra de lo que la sociedad nos dicta deben ser escuchadas y no tapadas por fármacos, por consumos excesivos, por ideales de felicidad que no permiten espacios para el sufrimiento. Y es que la sociedad actual está sufriendo, los jóvenes en especial están sufriendo, y necesitan espacios donde ser escuchados. Sin embargo, podemos encontrar una gran carencia en el número y la calidad de los servicios públicos de salud mental ofrecidos al ciudadano. Aspecto que choca profundamente por el camino turbulento que va tomando el desarrollo del bienestar social en nuestros días.
Es necesario entender el sufrimiento de los jóvenes, en un tiempo de limitación y represión, que también les ha golpeado de forma directa, recayendo en ellos un sinfín de cargas en torno a mantener la salud pública a raya, hacer todo lo posible por no ser portadores del virus, y lidiar como han ido pudiendo con las culpas que les hemos ido desechando. De ahí, que se hayan podido apreciar tiempos difíciles para esta población, que, sin ser socorrida, ha visto de nuevo su futuro en riesgo, ha sentido su fragilidad y la de sus vínculos, y ha sentido que aquello que poseía de forma frágil, de nuevo se pone en peligro.
Una sociedad que crece, tiene que ser aquella que vela por el bienestar de la población joven, creando espacios para ella, recogiendo sus necesidades, y ofreciéndole oportunidades para desarrollarse en un entorno seguro, lejos de la incertidumbre y la angustia. Permitiéndoles hacer raíces y sentirse pertenecientes en un lugar que vela por ellos.