Todos poseemos un diccionario que nos acompaña durante toda nuestra vida desde el momento en que nacemos. A él, en nuestros primeros años, vamos añadiendo palabras. Sin lugar a dudas, las primeras son pa-pa, por ser el fonema P un sonido fácil de reproducir y más tarde ma-ma asociándolos a quienes nos han dado la vida. Pronto se van añadiendo palabras como abuelo/a, una fuente de ternura y cariño, por eso, bien lo sabe el profesor Jareño con su nieta Nora, cuando somos pequeños buscamos su compañía, hermanos/as compañeros de juegos cómplices, y un regalo de nuestros padres.
En ese preciso momento a nuestro diccionario se añade el término familia, y su valor, con ella crecemos fortaleciendo lazos como el respeto y la confianza. Ya en nuestra adolescencia, la palabra amigo es la que más páginas ocupa pues creemos que ellos son los únicos que entienden nuestras inquietudes, y miedos sin ánimo de juzgarnos. Pero, como bien escribió el poeta Virgilio en las Geórgicas tempus fugit irreparabile, a lo largo de nuestra vida se van cayendo, sin poder evitarlo, palabras de ese diccionario que nació con nosotros.
Al mío se añadió el término orfandad, pero a la misma vez se me cayeron estos dos vocablos que están con nosotros desde nuestro primer día de vida: padre y madre, con ellos también se dejaron caer la protección, el amor sin condiciones pues, al irse ellos, nos dejan, bien lo sabréis quienes estéis en mi misma situación, al filo del precipicio, sin punto de referencia, con un vacío difícil de llenar, en un abismo que no sabemos cuándo va a acabar. Es curioso que en todas las etapas de la vida el término amigo no se cae nunca, son un regalo que nos hacemos a nosotros mismos, nos escuchan, nos respetan y sobre todo, nos quieren de una manera incondicional.
En definitiva, es verdad que han ido cayendo palabras pero también otras están en cola para subirse, llenas de emoción y esperanza… quieren abrirse paso empujando para que caigan la tristeza y el desánimo, y una de ellas está en la primera página…