Quién piense de mí lo contrario es un auténtico cenutrio, o también cenutria, en este caso en concreto que nos ocupa
En mi anterior ‘Crónica yeclana’ contaba la anécdota de Julia, una joven yeclana que en los primeros años de nuestros Premios nos remitió una carta hablándonos de que su abuelo se merecía un galardón de los grandes por haber sacado a sus cinco hijos adelante tras nacer en una humilde familia dedicada al campo. Terminé mi reflexión con estas palabras: “Esos yeclanos anónimos siempre contarán con un Premio infinitamente mayor: el reconocimiento y la eterna gratitud de sus familiares y conocidos más íntimos y allegados”. De la misma forma, una de las anécdotas de la entrega de Premios del pasado jueves 19, la protagonizó también otra jovenaria pero por una razón bastante más distinta y airada.
En el hall del Teatro, tras finalizar el acto, se me acercó la hija veinteañera de un amigo y me recriminó, muy seria, ofendida y circunspecta ella, que durante toda la noche nos habíamos referido a galardonados, yeclanos, compañeros, y en ese plan, y que lo más correcto hubiera sido hablar de galardonados y galardonadas, yeclanos y yeclanas, compañeros y compañeras. Y así y asá. El reproche que la mencionada moza me echó en cara ha sido la gota que ha desbordado mi paciencia (¡¡hasta aquí hemos llegado!!), aun a sabiendas de que me meto en un espinoso jardín: el lenguaje inclusivo me parece una auténtica impostura, un postureo en toda regla de cara a la galería. ¿Y por qué? Pues sencillamente porque cuando alguien nos recrimina que no utilicemos el lenguaje inclusivo no lo hace con la loable intención de enseñarnos a hablar mejor sino de manera engreída y malintencionada, porque cuando nos lo echa en cara es en realidad lo que quiere decirnos es: “Fíjate qué guay moderno, o moderna soy yo y tú que anticuado, carcamal y nada solidario eres con el sexo femenino”. Me quedaría ahora muy a gusto contestando lo mismo que contestó Fernando Fernán Gómez a un espectador pelmazo que lo estaba importunando, pero no voy a caer en la trampa de perder la compostura: Mirad, criaturicas prejuiciosas y sabelotodo mías, cuando yo me refiero a mis padres, no significa que esté despreciando a mi madre a la cual recordaré siempre con más amor que si yo fuera el mismísimo Edipo. Cuando hablo de mis hermanos no significa que esté mandando a la porra la pasión en exceso que siento hacia mi hermana capirutana.
Quién piense de mí lo contrario es un auténtico cenutrio, o en este caso también cenutria. Cuando hablo de mis amigos para nada significa que rechace a mis amigas, mis queridísimas amigas por cierto. Cuando hablo de mis hijos no creo que a nadie con dos dedos de frente, tampoco pido más, le pase por la cabeza que a mi hija la estoy desterrando de mi lado. En una semana seré su padrino de boda más orgulloso, y llorón, del bracete de la novia más guapa y hermosa del universo. Aunque de ese tema en concreto ya hablaremos con más detalle la próxima semana.