Emilio Górriz Camarasa
Si ante el dolor de los pueblos azotados por la injusticia, la opresión y la guerra alguno de nosotros ha permanecido inmune, si no se nos ha removido alguna vez la conciencia, si ni siquiera hemos pestañeado, entonces no será necesario celebrar un día de la paz. No. Habrá que hacerlo todos los días del año, a todas horas, en todo momento. Tendríamos que empezar pidiendo perdón por nuestra apatía, por nuestra indolencia. Demasiado complacientes tal vez con la vida que nos ha tocado vivir, asistimos casi a diario como espectadores impasibles al dolor, a la angustia y al éxodo de miles y miles de seres humanos cuya desgracia es haber nacido en el lugar equivocado. En un tiempo inoportuno. Ésa es su culpa. La nuestra es creer que tales situaciones nunca, nunca, podrán afectarnos. ¡Qué gran equivocación!
Para empezar, todos somos hijos y nietos de una guerra. No podemos ni debemos olvidarlo. La paz que disfrutamos hoy en España se la debemos al titánico esfuerzo de nuestros padres, abuelos y bisabuelos. Sin que nunca se disiparan del todo el dolor y las terribles secuelas de una guerra cruel, ellos nos enseñaron a mirar hacia delante y a construir una sociedad sin odios. Sin rencores. Una sociedad en paz, en la que cupiesen todas las ideologías, todas las diferencias. Ése es el mayor tesoro que hemos recibido. Un legado de un valor infinito. Aunque sólo sea por respeto a nuestros mayores, no lo estropeemos.
Los romanos tenían un dicho que venía a decir algo así como “si quieres la paz, prepara la guerra”. Nosotros proponemos otro más rompedor: “si quieres la paz, no olvides que hubo guerras”. Como si fuesen inevitables, como si las guerras fuesen un remedio, una solución a los problemas. Pero todos sabemos que no es más que un fracaso rotundo de la convivencia entre los hombres. Y ninguno estamos exentos de alguna responsabilidad, por pequeña que sea. Nos podríamos preguntar qué hacemos, o mejor, qué no hacemos para evitar esas pequeñas guerras, a veces invisibles, que día sí y día también libramos con nuestros padres, con nuestros hermanos, con nuestros compañeros y amigos. Y a veces, hasta con nosotros mismos. ¿Es que no tendremos remedio? ¡Menudo panorama!
No somos inocentes, y sabemos que la paz es un objetivo muy complicado. Como los partidos de Nadal. Pero si perdemos la fe en la humanidad, ¿qué nos queda? Al menos intentémoslo. Como decían también los romanos, “fortuna audent es iuvat”. Es decir, la suerte es de los que se atreven. Atrevámonos, pues. Empecemos por nosotros mismos. Por nuestro interior. Por nuestra paz de espíritu. Por la armonía de nuestras conciencias. Demos un paso generoso y solidario con quienes más lo necesitan. Sin compromiso social es imposible que logremos cambiar el mundo. Que cada uno de los que estamos aquí asumamos el riesgo que comporta ofrecernos a los demás. Nuestro ejemplo no puede caer en saco roto. Al menos podremos dormir más tranquilos.