Juan Muñoz Gil
Cuando ya se han vivido más de las tres cuartas partes de un siglo, quiérase o no son muchas las circunstancias y coyunturas acumuladas en el recuerdo anímico de una persona. Y si se intenta centralizar la remembranza en un espacio concreto, como por ejemplo puede ser el pueblo del que se es oriundo, y reducirla a una trama o materia determinada como la engorrosa gobernanza pública, sin duda el tema no deja de ser variopinto.
En el ámbito de la política, desde que el mundo es mundo, porque de él sabemos lo que nos cuentan gentes versadas en lenguas y buscadores de cantos rodados, siempre ha habido dos opciones en lucha continua tratando ser una de ellas la predominante.
A grandes rasgos, porque el espacio que me permite este periódico no da para más, cuando los pueblos dejaron de tener dueño, bien fuese el Noble de turno o el hacendado ocasional, concretamente en Yecla se comenzaron a celebrar Alardes, movimientos distintos a los exclusivos hasta entonces como eran los actos meramente de cariz religioso, traducidos a festejos públicos, donde el conjunto de la población conmemoraba un evento social, como podía ser una buena cosecha, el final de una contienda, el regreso de los lugareños ilesos de empresas peligrosas, u otros acontecimientos extraordinarios acaecidos en la Comunidad. Y si repasamos los anales del Ayuntamiento de Yecla, puede observarse que los representantes principales de los Alardes que se celebraban eran en un principio personas representativas de los distintos estratos sociales, hasta que en cierto momento solo formaron la delegación jerárquica en dichos actos personas calificadas con el apelativo especifico de Don, estableciéndose desde ese momento la existencia de dos bandos, uno acreditado de potentados y otro meramente humilde o llano, y así ha continuado hasta nuestros días.
Y saltando en el tiempo y recalando en los últimos cuarenta y tantos años de Democracia, observamos que estamos en lo mismo. Nada ha cambiado, los dos bandos en liza han persistido en sus grescas, con la continua interferencia de flecos esporádicos que no han durado más de un par de legislaturas, presencias que no han hecho más que acomodar la gobernanza a situaciones, unas veces positivas y las más negativas por la volatilidad de esos votos ante el desencanto final de la ciudadanía, y seguirán emergiendo esos corpúsculos novedosos como muletas ocasionales para determinados periodos.
Lo curioso es que las dos grandes opciones perdurables, desde siempre definidas como derecha e izquierda, roja o azul, religiosa o agnóstica, conservadora o progresista, monárquica o republicana, etc., son las que siempre han llevado el agua a su molino, convencidos sus dirigentes de que la vida tiene que transcurrir así, y siguen apostando y manteniendo el criterio paradójico de que el bien o el mal tocará recaer en uno u otro de ellos como por derecho propio, convencidos hasta la médula que el ingenuo ciudadano, tanto de una como de otra opción, pasado el arrebato electoral, como así ha ocurrido con el reciente caso de los agricultores, volverán al pie del cañón en caso de no lograrse en las entremedias un subsidio o pensión para despreocuparse de la política de por vida, o al menos apaciguar la pasión, como ocurre hoy día.
La política, ya tiempo que dejó de ser una tarea intuitiva y afectiva, para pasar a ser una función a la que se llega tras un aprendizaje y persuasiva labia, además de un imprescindible bagaje de disponibilidad en aprobación a saco de leguleyos decretos, según sea el quehacer de diputados, senadores, concejales, etc., donde solamente su presencia es lo que cuenta, pudiéndose reconocer cómo ha degenerado el celo del estadista público desde la institución de nuestra reciente Democracia, siendo bueno recordar que fue una actuación admirada por todo el mundo la acontecida en nuestro país, y viendo hoy lo difícil que resulta ser, bien de izquierdas o de derechas, cuando no se vive de ello, malos augurios nos aguardan.
La carencia de ética política entraña el desencanto de los electores, lo triste es que el desenlace peyorativo siempre recae en el conjunto de la propia ciudadanía, y retomar el camino correcto solo será posible si se derrumba el muro del enconado enfrentamiento, sustentado como pretexto para perpetuar el poder por el poder.